Londres se ha convertido en una ciudad de emigrantes desde hace tiempo; sin embargo, en los últimos años se ha notado un boom, especialmente de jóvenes españoles que no han tenido otra opción que dejar familias y amigos para buscar alguna salida en esta gran ciudad. Vinieron buscando suerte y se toparon con la necesidad de huir, casi por segunda vez. Marta es una de ellas, una joven demasiado delgada, tal vez también demasiado blanca.
¿Quién iba a decir que el activo y fiestero Camden estaría en silencio en estos momentos? Lo único que se escuchaba por aquellas solitarias calles eran los golpecitos de los zapatos de Marta corriendo ligeramente por el suelo, rebotando por las paredes de los callejones y agitando el tembloroso corazón de la pobre joven, aterrada por el escandaloso crepitar de sus propios pasos, y de su sombra, que la obligaban a dejar su rastro.
Con cierta agilidad, no se demora en la gran cantidad de bolsas, cajas y ropa que encuentra a su paso en grandes montañas. Salta una tras otra y sube firmemente las vallas que bloquean las callejuelas para acercarse al corazón, a lo que antiguamente fueron los antiguos establos y que hasta hace poco se recordaban con preciosas oscuras estatuas de caballos y herreros escondidos entre las fascinantes tiendas custodiadas por puertas de madera, puertas que fueron en un día lejano cárcel para poderosos caballos.
Marta llegó finalmente a uno de aquellos corredores de puertas, cerradas casi todas, y entró en una como quien se entrega a la noche y a la luna negra. El chasquido de la puerta cerrándose tras ella fue lo último que las piedras del suelo y las paredes del distrito de Camden escucharon por ese día, un Camden que había cerrado también sus últimas puertas a la vida, refugiándose en la muerte.
Marta sacó un mechero del bolsillo de su chaqueta y encendió la llama. Caminando despacio, se concentró para mantener firme el pulgar, presionando la pequeña cajita metálica al tiempo que sentía arder su uña con mayor intensidad por cada medio segundo que pasaba. Poco a poco sus ojos se fueron adaptando a la penumbra y consiguió llegar al fondo de la habitación sin tropezar. Tocó la pared y guardó el mechero. A continuación, con ambas manos, palpó cada centímetro de la pared hasta que, con gran alegría, sintió el frío de un marco rectangular y lo levantó hacia ella cuidadosamente. Sosteniendo el marco con una sola mano, dirigió la otra hacia el lugar de donde había despegado el marco. Una sonrisa se dibujó en su ardiente rostro al sentir la palanca en el agujero de la pared y la empujó con fuerza. Un leve crujido llegó del suelo y Marta se apresuró a colocar el marco en su sitio. Se enderezó y contó tres pasos hacia la izquierda hasta toparse con una mesa que no hace mucho tiempo atrás todavía llevaba cuentas y envolvía piezas. Se agachó debajo de la mesa y levantó una pequeña puerta. Las bisagras rechinaron.
Con rápidos y breves espasmos por su cuerpo, Marta volvió a sacar el mechero, con mayor torpeza, y lo encendió hacia el agujero de la puertecilla, con lo que pudo ver unos pequeños escalones. Guardó el mechero por segunda vez, se sentó y metió los pies en el agujero, pisando cuidadosamente cada escalón y descendiendo. Una vez dentro, cerró la pequeña puerta y bajó escalones durante aproximadamente cinco minutos. Al llegar al suelo, palpó la pared un buen rato hasta encontrar una pequeña antorcha que encendió enseguida con el calor del mechero.
Finalmente sus ojos pudieron ver con claridad el lugar en el que se encontraba, las escaleras la habían dejado frente a una sucia pared de donde había descolgado la antorcha, y de esa pared se abría un pasillo a cada lado. El de la derecha soplaba un tenue viento, mientras que del de la izquierda se alcanzaba a oír el eco de un goteo en algún charco solitario.