Habíamos removido todos los arbustos, descubierto todos los rincones, esculcado todas las oscuridades, pero no quedaba ni rastro de aquellos hijos peludos de la noche. Su equipo la había abandonado pero ella se negó a hacerlo, su fidelidad por esas criaturas siempre había sido inquebrantable desde que el primero escudriñó su alma y le robó esa llama viva que solo los padres ceden a sus hijos. Ahora cada vez que veía alguno se sentía imantada a él, en una especie de admiración y a la vez de desesperación por desposeerlo de esa llama que le habían arrebatado.
La sensación de vacío que llenó su cuerpo al verse rodeada de soledad fue inmensa. Con tanta fuerza la absorbió que no se dio cuenta de que oscuras nubes se habían apoderado del cielo y ahora llamaban con gritos terribles a los cuatro vientos.
Un trueno la despertó de su encantamiento para hacerla contemplar la furia devorar árboles y agitar las casas. Las puertas rezagadas se cerraron y solamente un rostro se atrevió a descorrer la cortina para asomarse por la ventana. Fue un rostro bello, aunque inocente, de un par de mejillas grandes y acolchadas bajo un par de temblorosas lágrimas. Pero ella apenas lo vio de reojo y no pudo sentir su angustia, tan solo el aire fresco y nuevo penetrar en sus poros, agitar sus pestañas y apelotonarse en sus pequeñas fosas nasales.
Pudo sentir, en cambio, el grito desesperado del viento apretarle el corazón y desgarrarle los oídos en dolorosos llantos, pero sus ojos no podían ceder el protagonismo a aquellos sentimientos porque, aunque fue directo aquel sufrir con su ser más interior, no podía ignorar la belleza de experimentar la fuerza de la naturaleza cobrar vida en su insignificante cuerpo.
Se trataba de algo inusual en aquella zona y que ella, sin duda, jamás había visto. Había visto pequeños soplos de viento arremolinarse para cosquillear piernas desnudas y arañarlas con piedrecitas de las carreteras, los había visto juguetear con bolsas plásticas de color blanco, los había visto también confundir hojas de árboles ya caídas, pero nunca había visto uno grande que asustara a las palomas y desordenara las ropas que colgaban de las ventanas. Éste, sin duda, se trataba de un señor más importante, de un recién llegado que no encontraba espacio entre tantas casas y edificios, de una furia más grande que no llegaba a convertirse en monstruo.
El silencio había sido callado con el rumor de aquellos grandes soplidos, el cual se incrementaba al colarse entre estrechas aberturas y al girar por algunas esquinas. Ella miró al cielo con la boca abierta y sonrió de oreja a oreja, cerró los ojos y sintió todas esas caricias apasionadas agitar sus ropas...
Y abrió los brazos y empezó a correr. A correr por los jardines que comunicaban las casas, a saltar arbustos que delimitaban, a correr de principio a fin sin detenerse ni mirar. Y con la velocidad llegaron las carcajadas y la burla de verse libre mientras el resto del mundo se encerraba bajo temores y candados.