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sábado, 8 de octubre de 2016

Retrato de un hombre peinado

Era un hombre de cuerpo robusto, fuerte, con la altura suficiente para intimidar a hombres de generaciones pasadas. Caminaba siempre erguido, cuidadoso en sus movimientos, como si temiera que la rapidez del silencio arrugara su elegante americana azul.
Quizá queriendo dotar de cierto carácter informal a su vestuario, sin haberlo conseguido, llevaba unos pantalones de color beige claro, casi blanco, y una camisa del mismo color ligeramente desabrochada en la parte superior. Incapaz de ocultar su elegancia, la americana azul dejaba al descubierto una franja blanca asomar por ambas mangas.

A pesar de ser tan llamativo su dandinesco vestuario, cabe mencionar que el toque final de clasicismo en su persona residía en su rostro. Serio, sin temor alguno al tiempo, una barba blanca, brillante, magnífica, descansaba como lo haría una noche nevada en el alféizar de una casa. Sin ser demasiado larga, reposaba, frondosa, bajo un espléndido bigote. El bigote, tan limpio como la barba, presumía un estilo modoso, casi pomposo, cuya caída a dos aguas chinescas recordaba a los grandes emperadores de Austria. Era un firme llamamiento a épocas de otros vientos, al valtz de lujosos vestidos, a la pasión, a las letras, al pensamiento, a los sueños, a menudo inciertos.

Su cabellera, escasa, en contraste con la barba, había sido relamida por alguna caricia de algún par de dedos gruesos, dejando a su paso la plateada firmeza de un rizo aferrarse a la nuca, escapando, con misterio, del brillo de la frente y del movimiento espiral de la coronilla.

De tal modo aquel hombre se paseaba por la ciudad, entre vagones y asientos de autobús. Y con él, un sobre grande, de ese papel marrón arrugable, tan dispuesto a guardar secretos como verdades gritadas a cuatro voces.

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