Te censuré de mis letras. Empaqué
nuestros recuerdos. Te escondí en un rincón viejo de mi corazón ya frío por el
invierno.
Cuando creí que el silencio del
desamor era absurdo, me vetaste de tu vida, de tus palabras, de tus silencios. Quedamos.
Tú. Yo. Sin cópula alguna, divididos por un punto seco y ceniciento. Muerto.
Lo fuimos todo juntos. Hoy ya no
queda nada. Dos extraños. Dos vidas. Mientras los recuerdos de nuestras cartas
se queman silenciosamente, ahogadamente, al paso del tiempo que no perdona.
Ilusa, sonrío al pensar que escuchando las balas perdidas de Morat se vuelvan a
encontrar nuestras almas, allá donde estés. Tú desde tu cama. Yo desde la mía.
Me habría gustado renunciarme en
ti, creer en tu mirada, serle fiel a tus labios y a tus palabras. Decir un «para
siempre», cogidos de la mano. Porque te quise. Te quiero. Y no puedo explicar
por qué no me bastaba. ¿Será un capricho? ¿Pues qué es la verdad cuando se alza
en la mentira?
Lo siento.
Hoy te dedico este poema porque
no pude dedicarte mi amor. Si bien no tengo tu perdón, busco mi redención en
una multitud de extraños que no me saben a nada. Y tiemblo ante la amenaza de
que ya no estés para protegerme de mis sombras.
No quiero mentirte ahora, te
confieso que después del adiós mi voz se consolidó. Y aunque me duele decírtelo
así: me hiciste feliz, y sin embargo no lo era.
Advertí que la felicidad solo era
digna de valientes. A falta de valentía, jugué a carecer de cobardía. Lo aposté
todo y recibí la paz como regalo. Porque muerto el perro se acabó la
rabia, y mis dudas no me han vuelto a asaltar. Aun así, sueño que estoy maldita
y que la soledad es mi único hogar. Si al fin y al cabo, cuánta vida he pasado
alimentándome solo de sueños vacíos, de ficciones, de deseos insensatos, de
pasiones eternas… de ingenuidad.
Aposté a riesgo de perderte para
siempre. Aunque en mi corazón coexistas con mi identidad nublada. Tus fotos
todavía cuelgan de la pared de mi habitación. No sé, quizá como recordatorio
perenne, de unos recuerdos que se empiezan a borrar, de un amor del que queda solo
una noche vacía. Quizá lo realmente valiente habría sido aceptarte como destino
y no salir huyendo una vez más.
Y en el fondo, porque no me
buscaste, me alegro de tus pasos firmes. Sal, vuela. Ya es hora. Te toca
pilotar. Sé feliz. Vive. Ama. Yo esperaré aquí, a que me toque mi turno. Dirás
que me ahogaré en mis ideales. Y quizá tengas razón. No lo sé. Porque he
decidido dejar de saberlo.