El iris de tus ojos me preguntó alguna vez quién era yo. Entonces no supe qué responder, porque sabía quién había sido, pero no quién quería ser.
Fui la sonrisa infinita, la mirada limpia, la aventura, la imaginación hambrienta.
Al tiempo, me convertí en la voz seca y muda del desierto. En el amor receloso, el corazón anhelante. La cobardía, la mentira, el miedo palpitante. Tú me encontraste.
En un beso, me devolviste la voz y me miraste con el atardecer más bello. Así me miraste. Me regalaste la sonrisa infinita que me habían robado, me abrazaste. Y te fuiste, silencioso, para no despertarme.
¿Quién soy? Si siendo yo misma sueño con ser y no soy, prefiero ser lo que quieras de mí. Soy, pues, la niña de tus ojos, la rosa viva de tus manos. Soy tu sonrisa, tu beso. Tu silencio.
Y en este silencio en el que me has dejado, el andamiaje de mis anhelos tallan lo que un rascacielos. A veces las cadenas de mis miedos se hacen pesadas. Las heridas, profundas. Me aterra que pueda tragarme esta tierra maldita mientras duermo y no despertar jamás. ¿Dónde estás?
Aquí espero tu regreso, una señal que satisfaga mis sueños. Aquí espero, mientras tanto, sueño ser lo que no soy.