Qué tienen las encinas de Boadilla
que me recuerdan tanto al paso del tiempo.
Desde hace un tiempo te has convertido en el santuario al que vengo a
pensar. Siempre fuiste importante. Tus árboles me vieron crecer y escucharon
las conversaciones más profundas que definirían mi existencia entera. Pero hoy
ya no eres el contexto, sino mi confidente.
A ti remito, santuario de sabiduría. A que mi alma guste del silencio de
tus hojas. A ti recurro, a tu soledad, cuando mis oídos se hartan de la ciudad.
Tu tierra me conoce, en mi debilidad y en mi fortaleza. Tus sombras acogen mis
alegrías y mis tristezas. Y tu cálido aroma me tranquiliza.
A tus puertas, me despojas de trajes de etiqueta, y ante cualquier aire de
grandeza, me desnudas.
Al cruzar caminos con esas familias de bicis y carritos, conviertes mi
paseo en un viaje en el tiempo en el que observo a dos niñas corretear por el
campo.
No puedo mentirte, el simple recuerdo que evoca el crujir de las ramas me
llena de impulso, de la adrenalina saboreada antaño, y tengo que hacer un
esfuerzo para no salir corriendo hacia ninguna parte. Libre.
Y tú quisieras sentirme libre, pero con decepción observas que ya no corro.
Aquel día en que me dijeron que Peter Pan dejaría de visitarme, aprendí a
caminar. A veces me sorprendes con un conejo para recordarme que se acerca mi
hora. Pero nunca lo sigo. Prefiero esperar mi ineludible destino con la
paciencia de un mártir que unirme al enemigo.
Y aunque estoy dispuesta a no renunciar a la libertad, ser la única en las
filas de la resistencia no es tan divertido. Me queda guardarme mi libertad en
una sonrisa traviesa, como la de aquellos niños que siempre tienen un plan, a
la espera de la oportunidad perfecta para soltarlo.
Te prometo que un día me verás otra vez correr. Y que después de correr,
aprenderé a volar sobre tus encinas cobrizas, al sol del atardecer. Mientras
tanto, caminemos pacientes, a que llegue nuestra hora.
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