El día de mi último cumpleaños me regalaron un tablero de ajedrez. Era precioso; una caja de madera de caoba con los bordes pulidos y barnizados con el mayor mimo. En su interior, brillaban dieciséis piezas azules y dieciséis piezas rojas. Todas habían sido cuidadosamente pintadas a mano. Mis favoritas eran sin duda el alfil y el caballo.
La primera noche me pareció escuchar un murmullo palpitante del interior de la caja. Cuando me desperté por la madrugada para mirar en su interior, descubrí que un peón había arrancado de un tajo la mitra de un alfil.
Tan ansiosos los vi por empezar una partida, que los coloqué en el damero y empezamos a jugar a la luz de la luna. Los peones rojos estaban tan furiosos que era difícil mantenerlos a raya en sus posiciones.
Aunque el entusiasmo de los peones rojos era contagioso, al final un caballo azul fue quien ganó el Jaque mate y las guardé, ingenua, todas mezcladas otra vez en la misma caja. Debía estar muy cansada para no escuchar la batalla que se libró en su interior mientras dormía. Cuando desperté, descubrí que la mitad de las piezas de cada bando habían desaparecido. Las sobrevivientes tenían arañazos por todas partes y alguna que otra astillaba al tacto.
A partir de entonces las guardé en cajas separadas y, por precaución, escondí el damero al fondo de mi cajón. Compré las piezas que faltaban, reparé las dañadas y la calma regresó. Pero después de un par de meses, volvieron a hablar.
Al principio, cada color hablaba únicamente de los valores de su equipo, ensalzándolos cada vez con más fiereza. Después, empezaron a criticar al color contrincante, hasta que las críticas se transformaron en un odio atroz que demonizaba totalmente al bando contrario. Se olvidaron de que ambas estaban hechas de madera y que habían sido esculpidas por el mismo artesano. Incluso las piezas nuevas, que no habían vivido la guerra, parecían ser las más enzarzadas en la disputa.
Tengo que confesar que algunas noches lloraba al verlas así, rabiosas de traumas ajenos. Y en un momento de desesperación, las unté una a una de la pintura más blanca que encontré en mi habitación, pero al día siguiente su orgullo había arrancado las costras de pintura para devolverles su color original.
Algunas noches me canso y las amenazo con mandarlas a la trituradora, pero al final siempre termino, noche a noche, pintando sus astillas de blanco otra vez, a sabiendas de que al día siguiente no quedará nada de mi esfuerzo. Al fin y al cabo, para los que no recibimos esa herencia, nos queda quizá la obligación moral de persistir en nuestra obstinación y suplicarles con palabras de cariño que entierren el hacha de una vez por todas.
"No perdonaremos", las oigo decir a veces cuando mi brocha se escurre por sus curvas. Y, como niños, se tapan los oídos en cuanto escuchan las voces de sus enemigos.
Pasan los días.
Quien sabe, quizá para mi próximo cumpleaños, luzcan el blanco con orgullo.