Su rostro, de quien ya ha sufrido los desvaríos del tiempo; con aquellos surcos que daban a esa piel frágil y blanca el aspecto de la cera que chorrea cuando el calor la ha tentado con besar su candidez. Sus ojos, cansados, no sabría decir si sabios, pero sin la chispa del niño ávido de conocer y descubrir la lluvia y el viento, sin el fuego del joven que se atreve a retar a los infiernos y a devorar insaciablemente experiencias y sentimientos. Un brillo, sí, como millones de diminutas estrellas, tan reluciente como el de ciertas lágrimas que se saben felices a pesar de luchar contra amargos remordimientos; con esa mirada aguda de quien ha visto a un Señor del Tiempo y; sin embargo, que ha comprendido que se ha perdido en el lugar de siempre que hoy de pronto se ha vuelto extraño.
Su cabello, que un día fue la envida colorida de tantas fiestas, ahora reluce entre grises y blancos, quebradizo y tembloroso, recogido a duras penas con un austero broche de color negro.
El largo camisón blanco que cubría su cuerpo la hacía verse aún más frágil y la asemejaba a un enfermo. Cualquiera que la viera ahora sola en caserón semejante juraría tratarse de una loca tratando de esconderse en un armario.
De pie, ligera como un fantasma, sostenía un papel de hoja vieja seca, ligeramente amarillenta. Cada letra sentíase acosada por sus ojos temerosos y, sin quererlo, abrazaba la ponzoña de la tinta negra que corría por aquellos versos. Su mano izquierda sujetaba el papel en una piel casi traslúcida de cierto tornasolado azul oscuro; un azul grave, el de la noche; un contraste frente a las piezas redondas de color turquesa que rodeaban su dedo, acariciándolo con apretones, rencores, murmullos de una noche y de un amor poco sincero.
Una historia, una leyenda, un pasado en boca de muchos, una mentira piadosa para asustar a los adultos. Una nube, quizás viajera, una noche bajo el altar de las estrellas, un ancla sin freno destinada a flotar y arrastrar moluscos por las costas de algún 'fin del mundo'.
Su dedo, el de la mano izquierda, parecía que se hinchaba al escuchar un siseo alto y vibrante escapar de las fauces que lo encadenaban. Estrangulaban en un intento homicida lo que años atrás había callado el mundo, y recordado la sangre fraterna.
En un silencio una traición, silenciada también la infancia compartida, y en cambio la melodía errante de una canción de haberse vendido al mejor postor. Y en su vergüenza el hoy le aparecía con nuevo rostro ante la muerte de aquel escritor que, por alguna razón, le había robado la vida y decidido su muerte el día de hoy.
Foto tomada por Karol Bernal Cortés.
[Nota informativa: Georgina Hogarth fue la hermana de Catherine Hogarth, esposa de Charles Dickens. Tras la separación del matrimonio, Georgina decidió quedarse con Dickens en lugar de irse con su hermana. Años después de la muerte de Dickens, Catherine le obsequió a su hermana un anillo de serpiente con piedras azules incrustadas como símbolo de su traición, lo cual ha inspirado este texto. Información tomada del Museo de Charles Dickens, Londres]

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