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miércoles, 27 de abril de 2016

Nos dejaron las lágrimas a los escritores

Navego en una isla gris buscando gaviotas, porque tras un tiempo me he percatado de que el cielo ya no busca esa estrella de deslumbrante sonrisa a la que los del sur amamos tanto en un tiempo que ya es lejano. No la busca ni la encuentra, no la extraña ni la desea, y yo, mientras tanto, busco alguna gaviota que sobrevuele el río o algún edificio, en un vago intento de acariciar sus alas blancas con la mirada y convertirla en luna diurna para contarle mis días con todas sus penas.
No me arrepiento aún de lanzar el ancla en esta isla porque tal vez sea esta la única ventana que tenga en mi vida por la cual contemplar el brillo oscuro y tímido de una tristeza. Porque es realmente la soledad el mejor amigo del hombre pero mi alma no puede evitar huir de ella, como aquella vulgar y cobarde ninfa que se escondió en un marmóreo bosque.
Allá, en el lugar donde jamás se pone el sol, no hay lugar para silencios, más solo aquellos aprisionados por un beso. Allá mis risas me estorban y me roban tiempo para mirarme en el espejo, y es que al final es la boca la que resulta más traicionera.
Nos dejaron las lágrimas a los escritores, porque solo nosotros tragamos su sal dejando un sabor dulce.
Nos dejaron las lágrimas a los escritores, porque de sus hilos negros podemos tejer telarañas de colores.

Nos dejaron las lágrimas a los escritores mil y una veces, pero mil y una veces las sequé, porque ese dulce a veces me sabe amargo y esos hilos se me enredan en desvaríos. Pero ahora que todo lo que encuentro en este frío es gris y hastío, no puedo negarme a recibir las lágrimas de mi callado tormento ni el de tantos, porque todas gritan ya a una voz con voz distinta que andan buscando alguna de aquellas gaviotas.

miércoles, 20 de abril de 2016

Leer el título hasta el final

En la cólera de los titanes fui encomedada a guardar secretos. El más grande de ellos era tan ligero como un suspiro, pero de una oscuridad extraña que hacíalo sentir denso e impenetrable. Así, el rey de los señores me susurró al oído aquella sombra venenosa. Como buena esclava, lo acepté abriendo mis oídos, pero mi buena voluntad no había sospechado que aquellas dos palabras de labia tan seca pesarían tanto en mi interior.

Pasaron los días y fui convertida en obsequio para la nueva especie, para la más privilegiada. Y en los ojos de aquellos seres tan increíblemente peludos de cara, cabeza y pecho, podía observar el asombro que mi belleza suscitaba en ellos, una admiración lasciva que envolvía mis curvas y los rubíes que decoraban cada trazo de ella. Hasta entonces, que había estado celosamente resguardada en la cámara del rey desde el momento de mi creación, no había padecido tan incómodas miradas sobre mí y me asustaba encontrarme presa cercana de algún ambicioso emperador; sin embargo, en pocos días aquellos hombres dejaron de prestarme atención en cuanto se sumergieron en su día a día de perpetuas sonrisas. 

Pocas semanas después fui nuevamente limpiada y presentada como obsequio. Esta vez a una mujer. Su admiración, a diferencia de aquellas repugnantes anteriores, era sincera, pura, sin deseos ni malas intenciones. Acariciaba los rubíes como los demás, pero su insistencia se proyectaba sobre mi corazón, un túnel hondo y oscuro que desarmaría los secretos del universo que tan vehementemente se me habían revelado para callar desde la creación. Día y noche vi cómo esta mujer, la única en toda la aldea, sufría los golpes y humillaciones de los otros por creerse más fuertes. Vi a la mujer ser ordenada callar, la mayoría de las veces, o bien hablar, para entretener a los huéspedes. En sus amargas lágrimas comprendí su soledad y el deseo de sentirse amada. Tan intensas eran estas dos desgracias, que cada noche se acercaba a mí de puntillas para no despertar al que durmiera en su lecho aquella noche y me hacía su confidente. Era mi deseo reconfortarla, acariciarla con palabras dulces y susurros bondadosos, de presentarle un mundo nuevo que le dibujara la más bella de las sonrisas aunque este mundo aún no estuviera preparado para ella; pero por mucho que quisiera, yo tampoco era dueña de mi destino ni de mi voluntad, tan solo una esclava mandada callar.


En una noche de inverno en la que uno de aqullos brutos quiso entrar en calor, la mujer vino a mí como de costumbre pero con el cuerpo ensangrentado de dolor y con el alma vacía. Esta vez solo quiso sentarse a mi lado, mientras que mi curiosidad por conocer su calvario me atormentaba. 

¡Quién hubiera dicho que el silencio podía ser tan mordaz!, tan destructor de vida, tan devorador de almas. Parecía más bien una existencia inerte, un simple cuerpo de carne seca y gris. Quise reanimarla y fue tan grande la intensidad de mi deseo que olvidé la prohibición. Hablé, y para ello me abrí casi sin pensarlo, y no pude retener los secretos que habían dormido en mi interior por tantos milenios. Hablé y hablé y hablé y la furia se levantó en el recinto y se propagó por todo mar, tierra y creación.


Título: La caja de Pandora

P. D. Aquella misma noche se encontró el cadáver de Pandora a los pies de la cama. Se dice que ante la infelicidad vivida regaló su último suspiro a aquella caja, quien guardaría por siempre el alma sufriente de aquella joven tan injustamente incomprendida. La aldea crearía la mentira de que aquella mujer tan desdichada había abierto la caja en un acto de maldad condenando al mundo entero a vivir su infelicidad; sin embargo, aquello era tan solo una excusa barata para liberarse de su responsabilidad.

miércoles, 13 de abril de 2016

El joven perdido

Me embarqué en un navío en busca de lo que poetas malditos habían encontrado sus musas: orquídeas y otras flores aparatosas, esencias exóticas, extravagantes colores y la gloria en sensaciones que prometían el elixir de una vida quizá fugaz, pero de un continuo y necesario desahogo de emociones.

Descubrí auroras que jamás había visto antes, placeres diversos revistieron mis pieles y supe ignorar lo que pensamientos antiguos ya caducos intentaban secar en este nuevo universo. Sabores inauditos inundaron de besos mi boca y muchas veces noté deshojarse al mismo tiempo la savia verde y blanca de mis venas. No me importó.

Hoy quiso el día presentarme a un joven aún más joven que yo, con un barco más desgastado que el mío. Adorables pecas añoraban una inocencia recién olvidada.
Me regaló abiertamente a mí, una desconocida, una sonrisa amplia de oreja a oreja presidida por unos ojos más vacíos que los de la misma muerte. Y en pocas palabras compartió entre bromas un pequeño hilo de desesperación por querer dejar aquel vicio que empezó siendo la consecuencia de uno anterior.

Fue en aquel chico, a quien quise adoptar como mi nuevo hermano, en donde las auroras me llovieron en cenizas y en donde mi cuerpo de rocío fresco resultó estar seco por carecer de trascendencia, la fugacidad ya no me pareció arte sublime, sino podredumbre en hambre viva. La hipocresía de esta belleza seguirá siendo poesía para muchos, para mí incluso, puesto que el poeta es esclavo de cualquier belleza; pero no habrá momento ya en el que esas manos suyas que han pasado por tantos me acaricie mis negros cabellos largos.