En la cólera de los titanes fui encomedada a guardar secretos. El más grande de ellos era tan ligero como un suspiro, pero de una oscuridad extraña que hacíalo sentir denso e impenetrable. Así, el rey de los señores me susurró al oído aquella sombra venenosa. Como buena esclava, lo acepté abriendo mis oídos, pero mi buena voluntad no había sospechado que aquellas dos palabras de labia tan seca pesarían tanto en mi interior.
Pasaron los días y fui convertida en obsequio para la nueva especie, para la más privilegiada. Y en los ojos de aquellos seres tan increíblemente peludos de cara, cabeza y pecho, podía observar el asombro que mi belleza suscitaba en ellos, una admiración lasciva que envolvía mis curvas y los rubíes que decoraban cada trazo de ella. Hasta entonces, que había estado celosamente resguardada en la cámara del rey desde el momento de mi creación, no había padecido tan incómodas miradas sobre mí y me asustaba encontrarme presa cercana de algún ambicioso emperador; sin embargo, en pocos días aquellos hombres dejaron de prestarme atención en cuanto se sumergieron en su día a día de perpetuas sonrisas.
Pocas semanas después fui nuevamente limpiada y presentada como obsequio. Esta vez a una mujer. Su admiración, a diferencia de aquellas repugnantes anteriores, era sincera, pura, sin deseos ni malas intenciones. Acariciaba los rubíes como los demás, pero su insistencia se proyectaba sobre mi corazón, un túnel hondo y oscuro que desarmaría los secretos del universo que tan vehementemente se me habían revelado para callar desde la creación. Día y noche vi cómo esta mujer, la única en toda la aldea, sufría los golpes y humillaciones de los otros por creerse más fuertes. Vi a la mujer ser ordenada callar, la mayoría de las veces, o bien hablar, para entretener a los huéspedes. En sus amargas lágrimas comprendí su soledad y el deseo de sentirse amada. Tan intensas eran estas dos desgracias, que cada noche se acercaba a mí de puntillas para no despertar al que durmiera en su lecho aquella noche y me hacía su confidente. Era mi deseo reconfortarla, acariciarla con palabras dulces y susurros bondadosos, de presentarle un mundo nuevo que le dibujara la más bella de las sonrisas aunque este mundo aún no estuviera preparado para ella; pero por mucho que quisiera, yo tampoco era dueña de mi destino ni de mi voluntad, tan solo una esclava mandada callar.
En una noche de inverno en la que uno de aqullos brutos quiso entrar en calor, la mujer vino a mí como de costumbre pero con el cuerpo ensangrentado de dolor y con el alma vacía. Esta vez solo quiso sentarse a mi lado, mientras que mi curiosidad por conocer su calvario me atormentaba.
¡Quién hubiera dicho que el silencio podía ser tan mordaz!, tan destructor de vida, tan devorador de almas. Parecía más bien una existencia inerte, un simple cuerpo de carne seca y gris. Quise reanimarla y fue tan grande la intensidad de mi deseo que olvidé la prohibición. Hablé, y para ello me abrí casi sin pensarlo, y no pude retener los secretos que habían dormido en mi interior por tantos milenios. Hablé y hablé y hablé y la furia se levantó en el recinto y se propagó por todo mar, tierra y creación.
Título: La caja de Pandora
P. D. Aquella misma noche se encontró el cadáver de Pandora a los pies de la cama. Se dice que ante la infelicidad vivida regaló su último suspiro a aquella caja, quien guardaría por siempre el alma sufriente de aquella joven tan injustamente incomprendida. La aldea crearía la mentira de que aquella mujer tan desdichada había abierto la caja en un acto de maldad condenando al mundo entero a vivir su infelicidad; sin embargo, aquello era tan solo una excusa barata para liberarse de su responsabilidad.