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miércoles, 13 de abril de 2016

El joven perdido

Me embarqué en un navío en busca de lo que poetas malditos habían encontrado sus musas: orquídeas y otras flores aparatosas, esencias exóticas, extravagantes colores y la gloria en sensaciones que prometían el elixir de una vida quizá fugaz, pero de un continuo y necesario desahogo de emociones.

Descubrí auroras que jamás había visto antes, placeres diversos revistieron mis pieles y supe ignorar lo que pensamientos antiguos ya caducos intentaban secar en este nuevo universo. Sabores inauditos inundaron de besos mi boca y muchas veces noté deshojarse al mismo tiempo la savia verde y blanca de mis venas. No me importó.

Hoy quiso el día presentarme a un joven aún más joven que yo, con un barco más desgastado que el mío. Adorables pecas añoraban una inocencia recién olvidada.
Me regaló abiertamente a mí, una desconocida, una sonrisa amplia de oreja a oreja presidida por unos ojos más vacíos que los de la misma muerte. Y en pocas palabras compartió entre bromas un pequeño hilo de desesperación por querer dejar aquel vicio que empezó siendo la consecuencia de uno anterior.

Fue en aquel chico, a quien quise adoptar como mi nuevo hermano, en donde las auroras me llovieron en cenizas y en donde mi cuerpo de rocío fresco resultó estar seco por carecer de trascendencia, la fugacidad ya no me pareció arte sublime, sino podredumbre en hambre viva. La hipocresía de esta belleza seguirá siendo poesía para muchos, para mí incluso, puesto que el poeta es esclavo de cualquier belleza; pero no habrá momento ya en el que esas manos suyas que han pasado por tantos me acaricie mis negros cabellos largos.

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