Navego en una isla gris buscando
gaviotas, porque tras un tiempo me he percatado de que el cielo ya no busca esa
estrella de deslumbrante sonrisa a la que los del sur amamos tanto en un tiempo
que ya es lejano. No la busca ni la encuentra, no la extraña ni la desea, y yo,
mientras tanto, busco alguna gaviota que sobrevuele el río o algún edificio, en
un vago intento de acariciar sus alas blancas con la mirada y convertirla en
luna diurna para contarle mis días con todas sus penas.
No me arrepiento aún de lanzar el ancla
en esta isla porque tal vez sea esta la única ventana que tenga en mi vida por
la cual contemplar el brillo oscuro y tímido de una tristeza. Porque es
realmente la soledad el mejor amigo del hombre pero mi alma no puede evitar
huir de ella, como aquella vulgar y cobarde ninfa que se escondió en un
marmóreo bosque.
Allá, en el lugar donde jamás se pone el
sol, no hay lugar para silencios, más solo aquellos aprisionados por un beso.
Allá mis risas me estorban y me roban tiempo para mirarme en el espejo, y es
que al final es la boca la que resulta más traicionera.
Nos dejaron las lágrimas a los
escritores, porque solo nosotros tragamos su sal dejando un sabor dulce.
Nos dejaron las lágrimas a los
escritores, porque de sus hilos negros podemos tejer telarañas de colores.
Nos dejaron las lágrimas a los
escritores mil y una veces, pero mil y una veces las sequé, porque ese dulce a
veces me sabe amargo y esos hilos se me enredan en desvaríos. Pero ahora que
todo lo que encuentro en este frío es gris y hastío, no puedo negarme a recibir
las lágrimas de mi callado tormento ni el de tantos, porque todas gritan ya a
una voz con voz distinta que andan buscando alguna de aquellas gaviotas.
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