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miércoles, 1 de junio de 2016

Sin telón

Tuve una vez un sueño en el que dos caretas colgadas del escenario reían a carcajadas. Se acentuaban de un modo grotesco las arrugas que decoraban sus ojos y su boca negra sin dientes. Las dos, unidas por un lazo negro, reían y reían sin parar, y de pronto el patio de butacas estaba lleno de sombras que estallaron en carcajadas también. En escena, un solitario ciervo luciendo una cornamenta espectacular con dos coronas que relucían de un brillante dorado. El inmenso tocado del animal protagonizaba la escena, mientras los dedos acusatorios del público lo acorralaban.

Me parece que pasó una hora, o minutos tal vez. El escenario se quedó totalmente a oscuras pero las carcajadas aún se oían. Un rayo de luz demasiado denso entraba por un cristal viejo, empolvado y grasiento, de un tono verdoso. Se posaba sobre el lomo del rumiante, disolviendo en viento sus astas, transformándolo en cordero.

Sin emitir el menor sonido de queja, la sangre empezó a salir a borbotones, manchando de rojo la lana que hacía un segundo brillaba como la luna brilla en su esplendor. No tardó demasiado en dejarse caer por la debilidad de la sangre perdida. Entonces el público calló y se sumergió en un silencio sepulcral. Las arrugas de las caretas se volvieron tristes, estáticas, mudas. Las lágrimas chorreaban por las cavidades de sus ojos vacíos como la muerte y pregonaban un amor indescifrable tan lejano que se podía sentir la angustia destilar por su aliento macilento.
Aún no exhalaba su último pensamiento cuando la multitud se apresuró a subir al escenario para devorarlo, cual animales.

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