Tuve una vez un sueño en
el que dos caretas colgadas del escenario reían a carcajadas. Se acentuaban de un
modo grotesco las arrugas que decoraban sus ojos y su boca negra sin dientes.
Las dos, unidas por un lazo negro, reían y reían sin parar, y de pronto el
patio de butacas estaba lleno de sombras que estallaron en carcajadas también. En
escena, un solitario ciervo luciendo una cornamenta espectacular con dos
coronas que relucían de un brillante dorado. El inmenso tocado del animal
protagonizaba la escena, mientras los dedos acusatorios del público lo
acorralaban.
Me parece que pasó una
hora, o minutos tal vez. El escenario se quedó totalmente a oscuras pero las
carcajadas aún se oían. Un rayo de luz demasiado denso entraba por un cristal
viejo, empolvado y grasiento, de un tono verdoso. Se posaba sobre el lomo del
rumiante, disolviendo en viento sus astas, transformándolo en cordero.
Sin emitir el menor
sonido de queja, la sangre empezó a salir a borbotones, manchando de rojo la
lana que hacía un segundo brillaba como la luna brilla en su esplendor. No
tardó demasiado en dejarse caer por la debilidad de la sangre perdida. Entonces
el público calló y se sumergió en un silencio sepulcral. Las arrugas de las
caretas se volvieron tristes, estáticas, mudas. Las lágrimas chorreaban por las
cavidades de sus ojos vacíos como la muerte y pregonaban un amor indescifrable
tan lejano que se podía sentir la angustia destilar por su aliento macilento.
Aún no exhalaba su último
pensamiento cuando la multitud se apresuró a subir al escenario para devorarlo,
cual animales.
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